Zorra, la vulgaridad convertida en show

Ya tenemos candidata española para el Festival de Eurovisión 2024. Se trata de una canción del dúo Nebulossa, que ha sembrado la polémica por utilizar el término “Zorra”, que a lo largo de los años se ha empleado para insultar y denigrar a la mujer. Estamos ante una canción tecno de verbena, con una letra que da vergüenza ajena por chusca, cutre, soez y provocadora y una coreografía con dos bailarines barbudos, ataviados con petos de cuero negro a lo drag queen, con sus retaguardias al aire. Todo resultó bastante petardo, por su mal gusto, su falta de ingenio y su nula calidad. Pero ha sido lo más votado y el pueblo siempre es soberano.

Como alguien ha dicho, en esta canción nada parece casual y viene a poner en valor una forma de ver la vida, promovida por el pegajoso ejercicio de ingeniería social de la izquierda. Incluso, Manu Tenorio, el que fuera concursante de Operación Triunfo no se ha cortado y ha dicho de esta canción:  “Zorra, cuando ya en este caos social en el que vivimos toca techo, cuando lo soez sustituye a la lírica, a la poesía, a la belleza… Pero entiendo que todavía hay gente que pone en práctica eso de lo que importante es que hablen”.

No puedo negar que me esté quedando atrás en determinados temas. Que no me acompaso a los tiempos. Pero hay determinados aspectos en distintos ámbitos de la vida que me desagradan profundamente. Un ejemplo de ello es la penosa cualquierización cultural que vivimos, caracterizada por el uso frecuente del lenguaje soez y de expresiones malsonantes. Esa vulgaridad y permisividad pretenden ser legitimadas con el argumento de la libertad de expresión, por más soez y grotesco que nos parezca, pero este argumento es cuanto menos debatible, pues no somos libres de matar, de robar, o de hacerle daño a la sociedad.

La raíz de la cultura de la vulgaridad se encuentra en la falta de valores que prevalecen en nuestra sociedad. Lo que es más grave es la retroalimentación, pues la falta de valores origina una cultura vulgar, que a su vez afianza y profundiza la propia falta de valores. La tolerancia a lo vulgar es un síntoma de una enfermedad mucho más profunda y extendida. Porque, cuando en una sociedad se desploma la ética inmediatamente también lo hace la estética, pues ambas van indisolublemente unidas. Mucho hemos perdido de ellas, ya que al tiempo que se degradaba nuestra ética social a base de egoísmo, individualismo, e incivismo, gran parte de la cultura giraba hacia el feísmo, lo grotesco y lo soez.

La vulgaridad es el atajo del mediocre. Las sociedades posmodernas nos invitaron a todos a celebrar el banquete de lo accesorio de la vida. Nos dijeron que lo digno no se diferencia de lo viciado, ni lo valioso de lo rastrero y en ese camino paralelo que nos proponían, la exigencia dejaba de ser una compañera de viaje y se convertía en un condicionante cultural trasnochada. De este modo, se proclamaba el derecho a la vulgaridad como signo de la libertad absoluta del nuevo hombre. La cultura quedó en manos de lo relativo, y lo virtuoso y ejemplar desaparecieron de escena.

“O tempora, o mores” (Oh tiempos, oh modales), como dijo Cicerón denunciando la corrupción de su tiempo, nos valdría también para hoy si el latín no estuviese tan muerto como la elegancia y el buen gusto.

Tragedia en Barbate

Era un día más en la oficina: una narcolancha de entre 12 y 14 metros, 900 caballos de potencia, cuatro motores y 5.000 kilos de peso, intenta alijar en Barbate (Cádiz). Mientras, la Guardia Civil trata de evitarlo con una zodiac del Grupo Especial de Actividades Subacuáticas, de apenas siete metros y 500 kilos de peso. En lugar de darse a la fuga, el piloto se envalentona y comienza a navegar en círculos alrededor de la zódiac, vacilándoles como si hiciera caballitos con una moto. La secuencia, digna de película, termina de manera abrupta, el carnaval se interrumpe y la lancha atraviesa la zódiac. Fin de la escena, en el agua flotan los cadáveres de Miguel Ángel y David y tres niños no volverán a ver a sus padres.

Los vítores de varios energúmenos jaleando los trompos y las maniobras de los criminales, ofrecen un testimonio escalofriante de la cronificación de la cultura delincuencial en Cádiz, donde las mafias sanguinarias ya le han perdido el respeto a las fuerzas del orden y se pasean por la zona pavoneándose.

El desamparo institucional de los cuerpos de seguridad deja a los agentes expuestos a unas mafias de narcos que actúan cada vez con más impunidad. El narcotráfico ya no sólo es una forma de delincuencia, es una subcultura de socialización del crimen y romantización de la figura del narco. Convertido en héroe comunitario antisistema que rechaza la ley, cuida de los suyos, reparte dinero a manos llenas, y de esa manera obtiene aceptación, complicidad y silencio.

La sangre de los héroes de Barbate, ha retratado las mentiras de un pésimo ministro, que renuncia a asumir responsabilidades por una crisis que derivó en desgracia y con méritos sobrados para haber sido retirado de todo servicio público hace mucho tiempo.

La situación ha empeorado desde que Interior decidió acabar sin explicación, con el Organismo de Coordinación del Narcotráfico Sur, que integrado por 130 agentes especializados en la lucha contra el tráfico de drogas y actividades ligadas a ella como el blanqueo de capitales, el crimen organizado y la corrupción, pulverizaba las estadísticas en detenciones e incautación de droga.

La lucha es totalmente desigual. Los narcos están sobrados de medios y la Guardia Civil no cuenta con los necesarios. Además, el problema es que muchas operaciones policiales acaban en un cuello de botella en los juzgados por un sistema procesal del siglo XIX, donde los procedimientos se eternizan sin respuesta inmediata. Por ello, urge declarar a Cádiz, Zona de Especial Singularidad para dotar de estabilidad y permanencia a los contingentes policiales y judiciales necesarios.

Ojalá el crimen de Barbate llegue a ser un aldabonazo en la conciencia de la sociedad española, para darse cuenta del terrible problema que el propio Estado está incubando. Pero mucho me temo que viene muy a cuento la inscripción que Dante situaba sobre las puertas del infierno, “Lasciate ogni speranza…” (abandonen toda esperanza), porque no tendremos ninguna, mientras siga como Ministro quien niega el aumento de violencia y la falta de medios contra el narcotráfico. Y que asegura sin pudor, que se abordó la situación del pasado viernes, “de forma impecable técnicamente e inmejorable humanamente”. DEP Miguel Ángel y David.

La famosa Campaña electoral

Arrancó la campaña electoral de las elecciones autonómicas gallegas, con la tradicional pegada de carteles. Entiendo que para muchos fuera una noche rutinaria sin más, pero para otros se dispararon las emociones y comenzó una carrera contrarreloj, donde todo tiene su punto de pasión, de cosquillas en el estómago y de nervios a flor de piel.

Durante las próximas dos semanas los partidos tratarán de seducirnos con sus programas, sus encantadores selfis, sus mejores sonrisas y alguna que otra promesa, que se hará con plena conciencia de que será imposible de cumplir y de la que nada se volverá a saber después de pasar por las urnas. Todo vale, no hay filtro ni límites para alcanzar los objetivos políticos.

A la pregunta de si la campaña es útil, imprescindible o necesaria, nada podremos concluir con certeza, pero de lo que sí estoy convencido es que experimentaremos la extraña sensación de vivir en dos mundos distintos y hasta paralelos: descubriremos que Galicia puede ser al tiempo un paraíso y un páramo, según el mitin o la tertulia política en la que se participe.

Decía Shopenhauer que el cambio es lo único inmutable. Esa máxima es la esencia de la campaña electoral, porque los ciudadanos se ven abocados a juzgar una vez cada cuatro años si el Gobierno merece repetir confianza, o por el contrario debe llegar la oscura y pérfida oposición. ¡La soberanía popular, lo llamamos! Sin el motor del cambio, seguramente el concepto más utilizado en comunicación política, no se entenderían las campañas electorales. Ni las modernas ni las antiguas.

No sé qué esperan ustedes, pero a mí me gustaría que los candidatos nos hablasen de programas, propuestas y de visión de futuro, Sin troles a sueldo embarrando las redes sociales, viralizando insultos o videos difamatorios. Y sin la esquizofrenia política de aquellos partidos que rechazando la lealtad institucional, sólo pretenden enredar a la opinión pública con denuncias de mala gestión y milagrosas recetas, con las que pretenden alcanzar el poder al precio que sea.

Quiero una política en la que se debata y se asuma el disenso desde la concordia en la línea de J. Habermas. Y por eso, son necesarios los debates electorales serios, sosegados, reflexivos pero emocionados, que desde la confrontación democrática sean capaces de dejar a un lado el revanchismo, los odios y las ambiciones personalistas.

Me gustaría que el futuro presidente de Galicia fuese honesto y humilde. Que me hablara de proyectos posibles sin renunciar a lo imposible. Que no piense sólo en el futuro sino también en el presente. Que defienda siempre los legítimos intereses de Galicia sin dudar. Que no ejerza el poder pensando en la relección ni en la carrera política de partido.

Para todo esto creo que debe servir una campaña electoral: para mantener viva la pasión por la política como espacio de construcción y convivencia, revitalizando la democracia. Alguien llegó a afirmar en cierta ocasión y a mí me parece muy bien, que las campañas electorales son la antesala de la fiesta de la democracia. En una boda, sería la despedida de soltero. Pues de ser así, lo que toca será disfrutar.

Por cierto, a mí en las cosas importantes y la política lo es, no me gustan los experimentos y porque Galicia se lo merece todo, yo tengo muy claro a quien voy a votar.

Nada que descolonizar

El ministro Ernesto Urtasun, ha anunciado que realizará una revisión de las colecciones de los museos públicos para “superar un marco colonial anclado en inercias de género o etnocéntricas” que han lastrado a su juicio “la visión del patrimonio, de la historia y del legado artístico”. Reconozco ignorancia y poca sensibilidad, pero no sabía que esos museos estaban colonizados y enfermos de etnocentrismo y que es preciso, más pronto que tarde descolonizarlos.

Este discurso entronca con el de los marxistas indigenistas López Obrador, presidente de México que instó al Rey a reconocer y pedir perdón por atropellos cometidos en la conquista. O del venezolano, Nicolás Maduro, que en una de sus homilías exigió lo mismo. Y me pregunto, ¿Puede alguien apropiarse del pasado indígena, homogeneizar todos los “pueblos indígenas” y hablar por ellos?   

Otros antes que el ministro ya calificaron como “colonias” a los territorios españoles en América. Pero la realidad es que España, no tuvo colonias sino virreinatos y provincias de Ultramar (nuestra única colonia fue el Sahara hasta 1968). Por ello, los indígenas eran considerados súbditos de la Corona, con los mismos derechos y obligaciones que los nacidos aquí, se fundaron decenas de universidades y la mezcla de los recién llegados con los habitantes del continente era un hecho.

Pero lo que resulta absurdo, es querer desgajar y destrozar el legado de nuestra historia común por satisfacer demandas sin base legal ni lógica. Además, si nos ponemos tan estupendos con esto, tal vez habría que mirar al patrimonio español expoliado que se puede visitar en la National Gallery, el Hermitage o el Louvre. O sin ir más lejos, exigir el retorno al obispado de Huesca de las obras de arte religioso que pese a una sentencia del Supremo, todavía retiene la Generalitat de Cataluña.

Creo que las devoluciones no son generalizables. ¿Acaso procede el retorno a Grecia de piezas del Museo Británico, compradas legalmente al imperio otomano, cuando Grecia no existía como tal? En nuestro Museo de América, se encuentra el Tesoro de Quimbaya, un conjunto de piezas precolombinas, donadas por Colombia a España en 1892, en reconocimiento a la mediación ejercida en un conflicto fronterizo. También en Madrid está el Templo de Debod, legado por Egipto, en agradecimiento por la colaboración en el rescate de los templos del valle de Nubia. ¿Estas obras se pueden considerar susceptibles de devolución?

El pasado es un lugar extraño, como escribió Hartley en El mensajero: “Allí las cosas se hacen de forma diferente”. Descolonizar el pasado tal vez debería comenzar por no querer entenderlo, juzgarlo o condenarlo con una visión contemporánea.

Urtasun llega con ánimo de pasar a la historia y ese interés en trascender puede ser, y en general lo será, desastroso. Estamos ante un activista de sonrisa forzada, mayormente antiespañol, desde su radical rechazo a la tauromaquia a la defensa de los proetarras, pretende borrar nuestra huella en América. Comparar España con Bélgica, en definitiva, la Hispanidad con el colonialismo salvaje en El Congo, es un mal chiste.

Lo único que uno puede esperar es que estas palabras se las lleve el viento y no sean más que una cortina de humo para esconder las debilidades y miserias del Gobierno.

Bendito aburrimiento

Viviendo esta temporada en nuestro país hay días en los que uno preferiría no levantarse. Pero el problema es que en la cama solo cabe aburrirse y de tanto dar vueltas a las cosas amargarse más. Por eso, lo mejor será seguir el consejo del gran Fernando Fernán Gómez en la película Stico: “estoy algo loco, pero salgo por ahí, me mezclo con la gente y no se nota”. 

Como todas las emociones, el aburrimiento está íntimamente implantado en el cerebro humano y es el resultado de la adaptación de nuestra especie a su entorno. Así, la Real Academia de la Lengua dictamina que es el “cansancio del ánimo originado por falta de estímulo o distracción, o por molestia reiterada”. De forma más clara, es no tener nada que hacer. Algo que hoy entendemos como propio de niños pequeños o de ricos. Montesquieu sentenciaba que “Todos los príncipes se aburren, prueba de ello es que se van de caza”.  

El aburrimiento es malo porque duele, pero bueno porque conviene, ya que nos lleva a tomar conciencia de nuestra situación y nos empuja a cambiar lo que nos desagrada. Por ello, es uno de los indicios más significativos de la evolución humana, a la vez que motor infalible de su progreso. La condición perfecta del hombre, decía Oscar Wilde, porque quien no se aburre, no piensa.

Nuestra actual cultura, cada vez más tributaria del factor tiempo, se empeña en tener a la gente entretenida, sumergida en un agotador ocio activo, en una fiebre consumista insaciable, acaso propiciada por el hondo convencimiento político de que mientras las masas están entretenidas, no hay de qué preocuparse. Se dice que el tiempo es un recurso valioso y estoy de acuerdo. Pero también se afirma que es democrático y es mentira: unos viven ciento diez años y otros apenas dos. Pese a que un día tiene 24 h. para todos, para la infancia supone una eternidad y para los adultos un verdadero suspiro. Por eso, creo que no debe medirse con las flechas de los relojes, salvo para llegar puntual a una cita amorosa o para coger un avión.

Es interesante hacerse una de idea de cómo la gente combatía el aburrimiento en el pasado. Un método clásico y saludable consistía en relacionarse con amigos y vecinos, en casa o en la tasca, según las circunstancias. Esto equivaldría al actual chat, es decir, a la charla intrascendente entre amigos, con la vertiente negativa del marujeo o chismorreo que se provocaba, pero es que no se puede tener todo. Sea como fuere, acercarse al calor humano es siempre una buena forma de entretenimiento.

El aburrimiento está mal visto y para impedirnos disfrutar del “dolce far niente”, llenamos la vida de distracciones y estímulos constantes, donde no paramos de hacer planes y programar actividades. Todo para no caer en lo que antes se llamaba la molicie. Tomamos el café con hielo a sorbitos, nos enganchamos a series, o preparamos cenas como si siempre tuviésemos invitados.

Ante el aburrimiento solo podemos responder entrenando la curiosidad y adoptando una actitud realista y tolerante frente a su papel en nuestras vidas. Coincidamos con Goethe en que “es una mala hierba, pero también una especia que hace digerir muchas cosas”. Por ello, deberíamos adiestrarnos en el arte de aburrirnos, lo que en España escuchando a Pedro Sánchez, no resulta francamente difícil.

200 años al servicio de España

El pasado sábado se cumplieron 200 años del nacimiento de la Policía Nacional, y con este motivo se conmemoró el evento con un izado solmene de Bandera en todas las comisarías de España. El que suscribe tuvo la oportunidad de asistir con enorme orgullo al que se organizó en la comisaría de Santiago y testificar a la Policía Nacional toda su admiración, afecto, reconocimiento y respeto por su servicio.

Los Policía General del Reino, antecedente histórico de la actual Policía Nacional, se creaba por iniciativa del Rey Fernando VII mediante una Real Cédula de 13 de enero de 1824, con la función de “garantizar el bien y la seguridad pública”.

Durante este tiempo, no solo ha mantenido el orden público, sino que ha liderado esfuerzos muy significativos en la lucha contra el crimen, la prevención del terrorismo y la gestión de fronteras. Se ha enfrentado a grandes desafíos, superando adversidades y evolucionado para dar respuesta a las demandas de una sociedad en constante cambio. La tecnología, la globalización y los desafíos emergentes han llevado a la policía a adaptarse y mejorar constantemente.

Su profesionalidad se refleja en su reconocida eficacia en la resolución de delitos, la protección de la seguridad ciudadana y la colaboración con otros cuerpos y agencias tanto a nivel nacional como internacional. La Policía Nacional no solo ha sido un baluarte de la justicia en España, sino que su labor ha trascendido fronteras, ganando a pulso el respeto y la admiración a nivel global.

Este es un buen momento, con motivo de esta conmemoración, para expresar nuestro más profundo agradecimiento a todos los que forman o han formado parte de este cuerpo policial, y que tanto han contribuido con su arduo trabajo y dedicación a la construcción de una España más segura para todos. Asimismo, es imprescindible rendir un respetuoso homenaje a los que, con honor y sacrificio, han muerto en acto de servicio a lo largo de estos dos siglos de historia. Su valentía y dedicación no solo han dejado una huella imborrable en la memoria colectiva, sino que han fortalecido el compromiso de la Policía Nacional con la protección de la sociedad.

Todos los que integran nuestra Policía Nacional, con su incuestionable sentido del deber y su profundo amor a España, han demostrado ser un símbolo de integridad, servicio y sacrificio. Al conmemorar este aniversario, recordamos también su contribución invaluable a la sociedad y miramos hacia el futuro con la confianza de que continuarán siendo guardianes incansables de la unidad, la igualdad y la justicia en nuestra nación.

La Policía Nacional no es solo un símbolo de seguridad, es también un pilar fundamental en la construcción de una sociedad justa y equitativa. No en vano es una de las instituciones más queridas y valoradas por toda la sociedad. Su labor va más allá de hacer cumplir la ley; implica construir puentes entre los ciudadanos y las autoridades, fomentando la confianza y el respeto mutuo.

Desde aquí mi homenaje a esta institución determinante para la paz y la seguridad de la que hoy disfrutamos en España y a los 74.000 hombres y mujeres que forman su plantilla. Gracias por tantos años de trabajo al servicio de los ciudadanos, de la libertad y de la democracia. ¡Muchas felicidades y que cumplan muchos más!