El arte de insultar

Pepe Álvarez, secretario general de la UGT se ha cogido un rebote importante (¡cómo se diría ahora!), porque ha sido calificado por un consejero del Gobierno de Castilla y León de “comegambas”. Él a su vez lo ha llamado “mamarracho”. Comegambas, parece más bien una ironía, mientras que  lo de mamarracho caería en la categoría del insulto. Por tanto, el enfado desproporcionado del sindicalista demuestra muy limitado margen de serenidad. Desde luego a mí se me ocurren cosas peores que podrían haberle llamado.

Insultar es, según la Real Academia Española, ofender a alguien provocándolo e irritándolo con palabras o acciones. Ojo: hay que provocar, pero a la vez irritar. Las dos cosas juntas. El insultador busca adrede una reacción de enojo que desate la ira de su interlocutor. Eso es el insulto.

El insulto ocurrente me parece algo divertido. Nuestro idioma es riquísimo por la lista de posibles insultos que contiene, lo que explica que sean las palabras españolas que antes aprenden los extranjeros. Y no por azar, ya que algunos insultos gozan de una belleza semántica que atrae. Su sonoridad es, en ocasiones, como poesía de Bécquer para los oídos. Porque amigos, como se insulta en España y en español no se insulta en ningún sitio. 

Los más bellos o divertidos no son necesariamente aquellos que hieren, sino los más refinados, que provocan carcajadas a la concurrencia por su originalidad y finura. Están a la orden del día y forman parte de nuestra cultura y manera de comunicarnos. Una señal inequívoca de inteligencia es saber responder a estos sin rebajarse a la vulgaridad de quien te ofende. Palabras como cretino, merluzo, o qué sé yo… “robacebollas”, pueden ser tan hirientes como las más fuertes, manteniendo además la dignidad impoluta. Insultar con finura y elegancia es todo un arte del que algunos hacen bandera.

El insulto en ocasiones puede ser necesario, oportuno, analgésico, sedativo, descriptivo y desahogante, pero habitualmente suelen ser los argumentos de quienes carecen de argumentos. Sin duda, una frase ingeniosa, una ironía bien trabada o una expresión burlesca pueden adornar un razonamiento, pero la descalificación personalizada, el ataque meramente ofensivo siempre es un signo de indigencia mental. ¡Qué gran verdad es aquella de que no ofende quien quiere, sino quien puede!

Algunos han hecho del insulto incluso una de las bellas artes. Quevedo, Unamuno o Bergamín, lo ejercieron con profusión y colorismo. Quevedo contra todo el mundo, Unamuno, tan quevedesco, contra Primo de Rivera y Alfonso XIII, y Bergamín, tan unamuniano, contra los borbones en general. Insultar con tino alcanza incluso al arte. Bernard Shaw dirigió a Winston Churchill una nota que decía lo siguiente: “Le incluyo dos entradas para el estreno de mi nueva obra. Traiga a un amigo, si es que tiene alguno”. A lo que respondió Churchill: “Me es imposible asistir la noche del estreno; iré la noche siguiente si es que todavía sigue la obra”.

En resumen, el insulto, para que sea eficaz, debe ser agudo, lúcido, certero, y hasta preciso. Entre mis preferidos están los del Siglo de Oro: “baldragas” (flojo), “cagalindes” (cobarde), “tragavirotes” (estirado). “zurcefrenillos” (insensato) o “verriondo” (excitado sexualmente).

Descivilización

El pasado 22 de mayo, tras el asesinato de una enfermera por un desequilibrado en un hospital de Reims, el presidente Macrón fue acusado de emplear terminología de extrema derecha, porque al dirigirse a su Consejo de Ministros afirmo: “Debemos ser inflexibles. Ninguna violencia es legítima, ya sea verbal o contra las personas. Debemos trabajar a fondo para contrarrestar este proceso de descivilización”.

Este término lo acuño el sociólogo Norbert Elias en la obra “El proceso de la civilización”, escrita en Londres en 1939 durante su exilio. Para él, la descivilización sería la creciente incapacidad para reconocer al prójimo, que es lo que acabaría provocando la violencia y la barbarie urbana. Precisamente, este es uno de los tópicos del pensamiento “progresista” que se emplea para defender la inmigración. Seguramente Macron, un progresista de caviar, tenía en la cabeza esto cuando dijo lo que dijo.

Estamos ante un fenómeno complejo que no es la ausencia de civilización, sino un estado de falta de sentido y pensamiento que infantiliza a la humanidad hasta el nivel de perder el respeto por sí misma, negando la capacidad para la empatía como proceso de reconocimiento del otro. Esto es un pilar principal de la civilización y si caminamos hacia su eclipse, es porque el acto de vivir entre seres humanos ha perdido su sentido en el mundo actual.

La civilización es una conquista frágil y provisional, sedimentada durante siglos, pero que puede desmontarse en cuestión de días. Una mirada a la evolución de las costumbres en Europa nos muestra el largo camino por el que el cristianismo fue suavizando los usos socialmente admitidos. Desde la lucha por erradicar la esclavitud, a los esfuerzos por limitar la violencia en las guerras. La fe cristiana conformó una civilización que supuso una nueva manera de comportarse y relacionarse que hay que cuidar y preservar con diligencia.

Eugénie Bastié, defiende que la descivilización se debe a una “relajación de las restricciones sociales como consecuencia de un individualismo hiperexacerbado, una liberación de todos los impulsos en nombre de la sacralización de las libertades individuales”. Y concluye: “como ya no tenemos costumbres, nos dedicamos a hacer leyes. El mercado y la ley ocupan el lugar de los hábitos y las costumbres. Y una sociedad que se ha dado como único objetivo la deconstrucción contempla, consternada, su desintegración”.

En relación con la descivilización está la barbarie, que para Chantal Delsol puede ser de los “sentidos” o “reflexiva”. La primera es la de los salvajes que carecen de civismo y la segunda la propia de quien ha sido civilizado, pero distorsiona el sentido de las cosas y la realidad del mundo en el que vive. Ambas se dan cuando los profesores de los institutos ya no pueden hablar de ciertas cuestiones en clase o cuando en ciertos barrios no se permite a las mujeres ir a las cafeterías.

Constatar el auge de la barbarie es algo imposible de ocultar por más que nos intenten convencer de que es hacerle el juego a la extrema derecha. Se requiere valentía para llegar hasta el fondo del análisis, detectar el origen del proceso y actuar en consecuencia. No caigamos en aquello que decía Donoso de “levantar tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias”.

Sánchez y la trampa de Tácito

Una de las enseñanzas que obsesiona a algunos políticos es la “trampa de Tácito”, que toma su nombre de las famosas Historias de este senador romano, y en concreto de su relato sobre el emperador Galba, sucesor de Nerón. Significa esencialmente que la credibilidad y la confianza del pueblo son la fuente de legitimidad existencial de un gobernante y que, una vez que las ha perdido, da igual cualquier cosa que diga o haga porque siempre será sospechosa de contener una mentira o un propósito malvado.

La trampa de Tácito se cerró sobre Pedro Sánchez el 28 de mayo y arrastró al PSOE a la mayor pérdida de poder territorial de su historia. Los votantes castigaron duramente a los dirigentes socialistas locales y regionales por temor a que su voto fuese considerado un apoyo tácito al presidente y a su estilo político basado en la falsedad, la voracidad institucional, la polarización y las alianzas temerarias. Pese a todo, Sánchez no tira la toalla y su arenga frentista la semana pasada a sus diputados y senadores puso de manifiesto que nos espera una campaña sucia a todo o nada.

El balance de gestión social-podemita sólo merece un calificativo: fracaso. Sus políticas no han creado entornos de estabilidad y se han caracterizado por una irresponsable expansión del gasto, financiado con una brutal subida de impuestos y una deuda insostenible. Esto se ha acompañado de un creciente intervencionismo de los mercados, lesivo para asignar los recursos de manera eficiente, fomentar la innovación y elevar la productividad. Tampoco ha mejorado la suerte de los más desfavorecidos. La tasa de paro dobla la media europea y el número de personas en riesgo de pobreza es de los más altos del mundo desarrollado.

Esta radiografía no es catastrofista, sino el reflejo de una realidad catastrófica que el Gobierno se empeña en ocultar con datos de escasa credibilidad, cuando no claramente falsos. La economía se asienta sobre arenas movedizas que ocultan bombas de relojería cuyo estallido es sólo cuestión de tiempo. La oposición ha de alertar de la gravedad del momento, porque cuando llegue al gobierno deberá, quiera o no, adoptar medidas severas para hacer posible la recuperación de la economía cuando el espejismo de la coyuntura se desvanezca. Además de afrontar las movilizaciones promovidas por la izquierda ante cualquier iniciativa reformista por modesta que sea.

Reivindiquemos una política de verdad y verdades, basada en la ética, la razón y las ideas, donde el sentido de Estado y la capacidad para el acuerdo sustituyan al tacticismo y al cortoplacismo. Esto es lo que merecen, necesitan y reclaman los ciudadanos, no lo que practica Sánchez, pactando con la extrema izquierda y los herederos de ETA, o calificando de derecha extrema y trumpismo a quienes encarnan la oposición legítima. 

Llevamos años pidiendo a ese señor, de ademanes chulescos de pistolero del Oeste, que se vaya, por tanto, votar es muy importante, mucho. Por ello las elecciones del 23-J son decisivas para el futuro de nuestra maltrecha democracia liberal y de su economía de mercado. Dejémonos de excusas (es verano, hará calor…). Votemos, como sea y desde donde sea, por correo o presencialmente, pero votemos. Y a Pedro Sánchez le diría que cuidadín, porque insultar la inteligencia de los votantes sale más caro que mentirles.