La ciudad y sus retos

Tras las elecciones municipales lo que toca ahora a los responsables es ponerse a gestionar sus ciudades, pero esto no es fácil en tiempos de transición e incertidumbre como los actuales. Teniendo en cuenta que no podemos saber cómo serán las ciudades a largo plazo, los poderes públicos lo que deben prever es cómo quieren que sean: tener claro qué proteger, cómo debe ser el urbanismo, la gestión de las relaciones sociales y económicas…

Las urbes, como los sueños, están cimentadas de pretensiones y recelos aunque el desarrollo de su argumento esté escrito con enigmas, perspectivas ilusorias y todo elemento esconda a otro. Parafraseo a Italo Calvino para plantear que los retos de las ciudades serán los mismos que hasta ahora, pero magnificados (transporte, movilidad, gestión de residuos…), a los que se añaden otros nuevos como la innovación, sostenibilidad o gobierno abierto. Atender estos objetivos estratégicos, obligará a buscar nuevas formas de financiación: fondos de entidades multilaterales; modelos de participación público-privados; creación de consorcios y cooperación versus competición.

La apuesta por la sostenibilidad y la “liveability” es cada vez más una necesidad y no una opción. Este concepto incluye diferentes aspectos relacionados con la calidad de vida de una comunidad: entornos naturales, prosperidad económica, estabilidad social, oportunidades culturales, de ocio y educativas.

Es preciso incentivar los desplazamientos a pie y el uso de la bicicleta y el transporte público. Las ciudades españolas si reflexionarán sobre en qué han convertido su espacio público, llegarían a la conclusión de que se lo han entregado a los coches, por eso su reto ahora es “desautoxicarse” y equilibrar el porcentaje de espacio público dedicado a la movilidad y al juego de sus niños, al paseo de sus mayores o al ocio de los vecinos.

Richard Sennett plantea otro tema interesante, la tensión entre la ciudad física o construida (la ville) y la ciudad vivida (la cité). Por un lado, los edificios, calles y plazas; por otro, cómo vivir ahí. Lo que está en juego es la capacidad de que lo “construido” sea “habitado”, porque la ciudad requiere vivirse y sentirse. En relación con esto surge la revolución para la movilidad, de las ciudades “15 minutos” (acceso a todos los servicios en ese tiempo a pie o en bicicleta). En lugar de ciudades con zonas diferenciadas para vivir, socializar y trabajar, se concibe el centro urbano como un tapiz de barrios donde coexisten las tres funciones. Los edificios en desuso se convierten en espacios co-working. Los colegios abren los fines de semana para actividades culturales. Los pabellones deportivos de día, son lugares de conciertos de noche.

En resumen, plantear una visión transformadora e integral de la ciudad, supone centrarse en el ciudadano como objetivo final y agente impulsor de esta transformación. Así, la ciudad debe ser: Eficiente, comprometida y sostenible en sus ámbitos económico, social y medio ambiental. Participativa, abierta, transparente en su gestión. Innovadora, capaz de repensar los modelos tradicionales de prestación de servicios y las estructuras de ciudad. Digital e interconectada. Y desde luego, orientada a la mejora continua de sus parámetros de sostenibilidad, eficiencia y bienestar.

Esnobismo en la cocina

De un tiempo a esta parte ha surgido una amenaza que acecha sigilosa cuando decides salir a cenar fuera: soportar el esnobismo de los locales de moda. Al entrar, te encontrarás con que a menudo, las mesas están tan pegadas que acabas enterándote de la vida de los que ocupan la mesa de al lado. Esta será una mesa corrida y tal vez tendrá taburetes y platos de diseño. Los camareros con camisetas, tatuajes y aretes en la nariz, se dirigirá a los comensales con un “chicos”, aunque todos sean un grupo de puretas cincuentones.

Los cocineros-chef, elevados al rango de rock stars, en algún momento saldrán a saludar, obligando a los comensales a poner cara de interés ante unas explicaciones que no entienden y que además les dan igual, porque lo que pretenden es seguir cenando en paz. Asimismo, es probable que de fondo suene música, cuyas notas obligarán a los comensales a comunicarse a grito pelado.

En esta línea, leo con perplejidad, que se ha abierto en Londres la primera coctelería especializada en agua. Aunque la noticia no es nueva, porque ya en Nueva York existe, “The Molecule Project”, un bar que vende agua del grifo filtrada a dos dólares y medio la botella.

El diccionario de María Moliner dice que gourmet es aquella “persona de paladar exquisito que sabe apreciar la buena cocina”, de done se deduce que gourmand es la “persona aficionada a comer bien”.

Me parece muy bien que la gente quiera disfrutar de sus sentidos y esté dispuesta a valorar los locales gourmet y pagar un extra por la calidad del producto y el esfuerzo por hacer platos, no solo ricos, sino bien presentados. Pero no hay que olvidar tampoco que la gourmetización también es una estrategia de marketing que las compañías usan. Reinventar su marca les ayuda a llegar a un nuevo público, tomar fuerzas en el mercado o diferenciarse de la competencia.

Siempre ha habido gastrónomos pero eran otra cosa. Viajaban en busca de las grandes mesas del mundo (Bocusse, Troisgros o Arzak) pero también de las pequeñas. Tenían una obsesión íntima, privada, o compartida, a lo sumo, con amigos. El suyo era amor al placer de comer, en el sentido más amplio de la expresión (amor a los alimentos, a la cocina, la cultura, el servicio y el talento), sin elitismos torpes.

Sin embargo, en algún momento se desató la locura con la nueva hornada de chefs y comenzó esa estúpida carrera por ser la próxima figura mediática, por tener influencia y todos empezamos a normalizar la importancia de los cocineros en la sociedad. Ya no eran cocineros sino chefs. Chefs con congresos, convenciones y premios.

Fernando Savater afirma que: en este mundo de gastrolatría el placer de comer se ha tornado en una especie de religión, de arte, de algo sublime, de manera que toda la cursilería de la vida se proyecta en un plato de sopa. Es una especie entonces de idolatría esnob, con la que muchos incluso se reivindican como gastrólatras.

De ese cultivo nació el personaje más repelente de la historia de la gastronomía: el foodie, el cursi que quiere el menú firmado del chef estrella, pero no sabe qué está comiendo. Más pendiente del Instagram y el Twitter que de lo que tiene en el plato.

Con la gourmetización del pan o del agua, que será lo siguiente que llegue, ¿Gourmetización del aire que se respira en los restaurantes con estrella Michelin?

La libertad es una librería

Acabo de leer la última obra de Gaizka Fernández Soldevilla, “Allí donde se queman libros. La violencia política contra las librerías (1962-2018)”. Por sus páginas, como se advierte en el prólogo, desfilan radicales de toda índole que se dedicaron a odiar, amenazar, pintar, asaltar, destruir, disparar y quemar libros y librerías. Estamos ante una obra de obligada lectura, para conocer mejor lo sucedido en nuestro país en una etapa negra de su historia, donde personas que amaban la literatura fueron atacadas por defender la libertad en sus librerías. Ya lo decía el poeta Joan Margarit, “La libertad es una librería”.

Personalmente no soy muy aficionado a los aniversarios, sin embargo, tras la lectura de este ensayo, he recordado uno que merece la pena no olvidar. Lo sucedido en Berlín y en otras veintiuna ciudades universitarias alemanas el 10 de mayo de 1933. Tras un discurso de Goebbels, ministro de propaganda nazi, miles de estudiantes y profesores asaltaron bibliotecas y librerías para arrancar libros de sus estanterías, llevarlos a la Bebelplatz y a otras plazas, y quemarlos públicamente. Allí ardieron más de 25.000 de Heinrich Mann, Remarque, Heinrich Heine, Einstein, Freud, Kafka, Luxemburg, Marx, Zweig y decenas de autores más. Todos a la hoguera.

Cien años antes, Heinrich Heine, uno de los autores cuyas obras fueron quemadas, había escrito: “Allí donde se queman libros, antes o después se acaba quemando personas”. Justamente lo sucedido: con la quema de los libros se desencadenó el horror.

Existen pocas cosas más irracionales y deshumanizadoras que quemar un libro. Es el ritual por excelencia de los intolerantes, una práctica inmemorial que no conoce fronteras. Nadie es inocente, ni está libre de sospecha, que se lo pregunten a Montag, el bombero pirómano de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury.

A lo largo de la historia, los gobiernos totalitarios han devastado bibliotecas, buscando nos sólo su destrucción, sino la negación de lo que representan. No se trata de quemar hojas, sino de eliminar mensajes. Cualquier obra puede ser considerada delictiva si cae en manos de los erigidos en defensores de nuestra pureza. Los libros se prestan a todo, arden bien, no se quejan y son complacientes con las llamas. Los herejes, como dice Shakespeare en Cuento de invierno, no son los que arden en la hoguera, sino los que la encienden.

Las purgas de libros se hacen en nombre de una idea o autoridad que se juzga superior. No siempre son ególatras, analfabetos o imbéciles los que los queman, también pensadores ilustres lo han hecho en nombre de un nuevo comienzo (político, intelectual…). Lo explica muy bien Borges, “cada tantos siglos quieren quemar la biblioteca de Alejandría” para destruir el orden aparente y las relaciones de poder existentes. 

Tristemente, hoy se siguen quemando libros. Por nuestro bien, claro. Ya decía Larra, “líbrenos Dios de caer en manos de héroes.” Héroes que nos prohíben leer por nuestro bien, para que podamos ser como ellos y sentirnos en posesión de la verdad. Yo, desde siempre, prefiero elegir lo que leo, formarme mi propia opinión, disentir, si se tercia. ¿Qué le vamos a hacer? Prefiero la duda. Mientras tanto no dejen de leer, Allí donde se queman libros de Gaizka Fernández Soldevilla (Tecnos, 2023).

Sánchez, ese mago electoral

No hay mayor fraude que una mentira. Los mentirosos hacen las mejores promesas y estas son peores que las mentiras porque generan esperanza a las personas que las creen, pero esto poco importa a Pedro Sánchez que cada día nos ofrece una nueva promesa electoral. Al igual que los magos, se disfraza, derrocha imaginación, sonrisas y mentiras en convencernos de que es el elegido para convertir España en el país próspero, seguro y democrático que le corresponde por historia y geografía.

Promete, promete y promete, pero no cumple. Ni los compromisos electorales ni los acuerdos del consejo de ministros se cumplirán, porque su objetivo es sólo propagandístico. Todo vale en el mercadillo de baratijas de las campañas electorales.  

Es fascinante leer el relato del Gobierno en materia económica que en exceso optimista que llega a ser insultante. La realidad de las cosas es que el PIB, sigue sin recuperar el nivel de 2019, mientras la inmensa mayoría de nuestros vecinos sí lo han hecho. Somos el país que más ha aumentado la deuda pública, el triple que la media de la eurozona. La pérdida de poder adquisitivo de las familias no tiene comparación. La tasa de paro es del 13,2%, la más alta de toda la Unión Europea, con un total de 3.127.800 y un millón de hogares con todos sus miembros desocupados. La economía se salva porque exportamos más porque el mundo crece mucho más que nosotros y porque el turismo y la agricultura, a pesar de ser castigados por las políticas del Ejecutivo, mantienen el país a flote.

Pedro Sánchez ha decidido convertir la vivienda pública en una de sus principales bazas electorales. En una suerte de milagro de los panes y los pisos, anuncia la construcción de miles, a pesar de que, tras cinco años al frente del Gobierno y cuatro de legislatura no ha levantado ni una caseta de obra.

La nueva ley de vivienda legitima la okupación, ampara a los usurpadores de bienes inmuebles, ataca el derecho de propiedad privada recogido en la Constitución, genera inseguridad jurídica a inversores y propietarios y perjudica gravemente los alquileres que serán menos y más caros por más que se limiten los precios. Esta norma redactada por Podemos y Bildu, con un sesgo comunista y populista, da la razón a los que advierten de la “cubanización” y “venezuelización” de España con la venia de Sánchez y la connivencia del PSOE.

Al igual que con la ley del “sólo sí es sí”, el Gobierno tampoco ha tenido en cuenta el informe del Consejo General del Poder Judicial que pone en duda la constitucionalidad de la norma, por invadir competencias exclusivas sobre la vivienda que la Carta Magna otorga a las Comunidades Autónomas.

Este es Pedro Sánchez en estado puro. Un vendedor de humo, simpático, sonriente, experto en juegos malabares y bálsamos de Fierabrás. Personajes así abundan en nuestra literatura, aunque pocos alcanzan su virtuosismo, convencido de que puede engañar a todos y gobernar una nación aliándose con quienes no creen en ella. En él todo es mentira, pero después de las elecciones municipales y generales, sabremos si las trolas reiteradas a la que nos ha acostumbrado y las palabras incumplidas tantas veces, no tienen castigo en las urnas, como él cree, o por el contrario resultan determinantes para desalojarle del Gobierno.