La Fiebre de la prisa. Entre la dopamina y el estrés

La sociedad del siglo XXI es la de la inmediatez. El tiempo es un bien cada vez más escaso y, por eso, cada vez se vive más rápido, intentando desarrollar el mayor número de tareas posibles al mismo tiempo. Cada día millones de personas arrancan su jornada corriendo, con la agenda programada al segundo, porque de lo contrario es imposible llegar a todo. Hubo un tiempo en el que el sol y la luz marcaban los ritmos de vida, el amanecer y el atardecer condicionaban las horas de trabajo y descanso.

A todos nos domina la prisa, que es apresurarse, hacer una cosa antes de tiempo o de lo previsto, precipitarse. Esa forma acelerada de vivir es un serio obstáculo para la libertad interior y a menudo se cae en aquello que decía Nietzsche de que la prisa por hacer nos impide ser.

Vivimos para el disfrute instantáneo, nos precipitamos a lo efímero, a lo superficial, no dejamos que la vida tenga su historia y su argumento. Creemos que encontraremos la felicidad en la inmediatez, sin embargo somos prisioneros del instantaneismo hedonista, exigiendo más y más al futuro. Vivimos corriendo, sumidos en la rapidez, la prisa y lo inmediato, con el running como compendio de nuestro tiempo.

La “prisa por vivir” es, hoy, una nueva epidemia. El ansia de llegar cuanto antes a un “estatus”, a una meta, a un sueño o simplemente a un “debería”, nos genera agitación y una inquietud que a menudo se convierte en ansiedad. Parece que “en este siglo acabaremos con las enfermedades, pero nos matarán las prisas”, decía Gregorio Marañón.

La prisa tampoco deja espacio para la pausa que invita a la reflexión y a la creatividad. El silencio y el descanso, necesidades básicas, prácticamente se han convertido en un lujo, porque hemos generado una especie de dictadura social que no las facilita por considerarlas poco productivas. En este mundo tan impaciente y frenético, hasta la lentitud la queremos en el acto.

La prisa nos obliga a establecer prioridades, pero ¿qué es importante y qué no? Pregunta difícil que cada uno debe contestar en función de su escala de valores. Para unos será la familia, para otros, el trabajo. La clave está en ser coherente y actuar conforme a lo que se establezca como relevante. Si la familia es lo esencial, no puede dedicarse todo el tiempo al trabajo.

Habría que valorar más la importancia de la espera, saber que el día que plantamos la semilla, no es el día que recogemos el fruto, confiar en que compensa esperar y rechazar la impaciencia. Aquello de “Pasito a pasito, suave suavecito, poquito a poquito”, del “despacito” de Luis Fonsi, viene a declarar los principios de un enfoque filosófico clave para nuestra era, para un tiempo de velocidad y de prisa, para una modernidad velociferina.

Ir despacio es el arte de saborear cada momento, cada minuto, cada segundo. Aquí y ahora se convierte en un privilegio y quienes lo consiguen son afortunados. En este sentido, la lentitud es tremendamente subversiva. Necesitamos ir más despacio para poder vivir. Lo decía Robert Louis Stevenson, “tanta prisa tenemos por hacer, escribir y dejar oír nuestra voz en el silencio de la eternidad, que olvidamos lo único realmente importante: vivir”.

Así, que ya saben, caminen, no corran, miren, observen, escuchen, reflexionen, duerman; la vida es corta como para perderla corriendo con prisa.

Pirómano y lo que haga falta

La izquierda en España considera a los ciudadanos especialmente incapaces y por tanto necesitados de la tutela del Estado. Reparte bonos culturales mientras tenemos el mayor IVA a la cultura de la UE, dicta leyes para regularlo todo, defiende antes la sanción que la información, la multa que el aprendizaje y el decreto sobre la Ley. Nos dice qué comer y que no, qué decir y que no y hasta qué pensar. Les dejamos jugar con el consumo de carne, con la elección de género sexual, con los niños, niñas y niñes y ahora, hasta intentan que comulguemos con ruedas de molino para aceptar el precio que exigen los rupturistas y terroristas para votar la investidura de Sánchez.

Para lograr este objetivo, Sánchez actúa como el incendiario trastornado que prende fuego para lucrarse, por rencor o maldad y con total indiferencia a sus consecuencias. Presume de los mil fuegos que ha provocado y el recuerdo de esas gestas le empuja a “superarse” una y otra vez. Su último sueño pirómano no es sólo premiar el golpe de Estado catalán, sino que sube la apuesta, y pretende materializar la voladura del Estado planificada por Puigdemont, cuya principal hazaña fue huir escondido en un maletero. 

Asistimos también a una batalla entre viejos socialistas y sanchistas, que dueños y señores de todos los resortes del poder, liquidan a placer a los que construyeron el partido en democracia. Igual que los cerdos de la granja orwelliana se deshacían de los que recordaban los principios fundacionales, los eliminan al viejo estilo de la izquierda, acusándoles de hacer daño al partido.

El exvicepresidente Alfonso Guerra no parece dispuesto a asistir a este proceso sin decir nada y se despacha a gusto con Pedro Sánchez. Le acusa de “tendencia al cesarismo”, por ser en exclusiva quien elige a la dirección del partido o las que conforman las listas electorales. Reivindica su “derecho a opinar” y afea que le digan que “ya pasó” su hora. “Sé que ha pasado mi hora, pero la de España no, por eso tengo la obligación de decir lo que creo cuando se trata de cosas importantes”, apostilla. En cualquier caso, yo le aconsejaría “prudencia”, porque, la repentina expulsión de Redondo Terreros, una pieza menor, le advierte, de igual modo que el productor Jack Woltz en El padrino, que se despierta con un recado entre las sábanas, de lo que puede pasar.

En cualquier caso, estos no están exentos de responsabilidad, pues permitieron el ascenso de un Zapatero que laminó el consenso político, y de un Sánchez populista capaz de arrasarlo todo. Consintieron la radicalización de una militancia que hoy hace imposible reconducir al PSOE. Cuando pudieron hacerlo, prefirieron callar y aferrarse al patriotismo partidista.

El PSOE, una marca vaciada, se mueve más que los precios. Si hasta la víspera de las generales, denostaban la amnistía, hoy la defienden como solución para la cuestión catalana y las mentes pensantes de Moncloa hablan de generosidad, futuro y reconciliación.

En un país sin ética personal y social, la excusa para imponer un sistema totalitario, sin separación de poderes, sin ningún tipo de control, y con capacidad infinita de aumentar la presión fiscal y la deuda, es volar los puentes de la democracia y abrazarse a la injusticia. Estamos en una situación de excepcional de emergencia y lo que toca es movilizarse para evitar que Sánchez lo destruya todo.

Mártires de la Revolución Francesa

En 1789 estallaba la Revolución Francesa. Las ideas ilustradas, gestadas a lo largo del “siglo de las luces”, traen promesas de “libertad, igualdad y fraternidad” y un nuevo concepto de sociedad y estado. El influjo de la historiografía marxista la idealizó, tal vez para justificar su propia revolución y defendió que la guillotina separó las tinieblas de la luz, cuando lo que realmente hizo fue cortar la cabeza de miles de franceses, enterrando con sus crímenes sus proclamados ideales.

Junto a la matanza de inocentes, contó con el episodio más manipulado de la historia: la Toma de la Bastilla. Ridícula, porque se había decidido cerrarla y solo tenía seis presos: cuatro falsificadores, un noble condenado por incesto y un demente cómplice de tentativa de regicidio. Y a la vez, sangrienta porque, entre otros crímenes, se linchó al alcaide y su cabeza clavada en una pica se paseó por la ciudad.

La importancia de la Revolución como hecho histórico es indudable, lo mismo que su complejidad y dificultad para ser juzgada. Pero anticipó también una de las caras más oscuras del siglo XX: las dictaduras establecidas en nombre de sus principios.

En este contexto encaja lo sucedido en la Vendée (centro-oeste de Francia). Aunque la Revolución había sido bien recibida, la generalización de abusos y persecuciones, dieron paso a dudas y la esperanza a decepción. Así, en 1973, la región se alzó contra el totalitarismo jacobino, al grito de “¡Por Dios y por el Rey!”. La guerra duró tres años y terminó con el considerado primer genocidio de la historia moderna contra la población civil. El guion de esta guerra nos muestra persecuciones a la Iglesia, misas clandestinas, sacerdotes confesando antes del combate y todos con la escarapela del Sagrado Corazón de Jesús en el pecho. Sin duda, la guerra entre los partidarios de la nueva República (azules), y los realistas del antiguo régimen (blancos), supuso un plebiscito entre la fe católica y la nueva fe surgida de la Revolución.

La represión y el terror del ejército de la Convención, con las llamadas “columnas infernales” del general Turreau, se cobraría la vida de 200.000 personas (entre el 12% y el 20% de la población). Hubo fusilamientos indiscriminados de combatientes y civiles, en especial mujeres (calificadas de “paridoras de bandidos”), niños y hasta bebés. Envenenamientos masivos y ahogamiento en ríos de personas presas en barcazas. Creación de campos de concentración donde los presos morían de hambre o enfermedad. La guillotina no paraba, e incluso se fabricó ropa y ornamentos con la piel de los vendeanos.

Este episodio incómodo, ocultado por la versión oficial, ha inspirado la película “Vencer o morir”, de Paul Mignot y Vincent Mottez, que nos narra la historia de François-Athanase Charette (1763-1796), líder de esa revuelta. A pesar de contar con el respaldo de historiadores reputados, ha levantado cierta polémica en la izquierda mediática que la acusa de tergiversar la historia. ¡En Francia no es sencillo reflejar (por no decir criticar) la Revolución!

La película, mezcla convincente de documental y ficción, es una historia que merece ser conocida y promocionado su compromiso, en especial en estos días de batalla cultural que vive occidente. Ojala sea un gran éxito y yo verdaderamente la recomiendo.

Calidad o cantidad

Últimamente son muchas las ocasiones en las que responsables políticos hablan de la necesidad de obtener turismo de calidad y turistas de calidad, frente a la cantidad de turista low cost que compromete la sostenibilidad de los destinos por su masificación.

Sea como fuere, según los expertos, la calidad en el sector turístico es un término que solo puede vincularse al prestador del servicio y no al consumidor. De una manera sencilla esta es una percepción que un consumidor tiene tras el consumo de una experiencia turística. Por tanto para un mismo servicio turístico la percepción de calidad puede ser diferente en función del consumidor. Por otro lado, las ciudades tienen los turistas que se trabajan. Vamos, que si quienes visitan las ciudades mayoritariamente tienen poca voluntad de gasto será por obra y gracia de políticas de promoción erradas.

Al margen de esto, ¿cuál es el turista ideal? la respuesta dependerá del punto de vista: del turista o de la sociedad que acoge el visitante. La gente suele asociar el turismo de calidad con el turista que gasta más y esta afirmación puede esconder un tremendo error, porque uno que gasta más no es ni mejor ni peor que otro que gasta menos. Ricard Santomà afirma que “No se trata solo del poder adquisitivo. El turismo de calidad sería aquel que aporta valor a la ciudad de una manera global. Que no solo cree valor en el ámbito turístico, sino en la interacción con otros sectores”

Conseguir que un destino atraiga turismo de calidad no es sencillo, aunque existen premisas básicas: crear equipamientos e infraestructuras hoteleras adecuadas a este tipo de visitantes, facilidad de acceso y alta conectividad (aeropuertos, autopistas), dotar al destino de actividades y establecimientos de interés (restaurantes exclusivos), etc. 

Ahora bien, que un determinado destino apueste por ese turismo mediante el desarrollo de este tipo de elementos, no quiere decir que el turismo de masas que venía ocupando su lugar vaya a desaparecer. Es más, incluso puede aumentar, ya que una mayor conectividad y mejora de infraestructuras puede facilitar la llegada de empresas que las aprovechen (compañías aéreas low cost, agencias, turoperadores, etc.) y, además, el mero espectáculo del lujo y la sofisticación puede ser recurso atractivo.

Los planteamientos de elitización nos adentran en una lógica peligrosa, porque nos aboca a una sociedad más desigual, con el problema añadido de que no hay ricos para todos. Por tanto, las ciudades compiten por ellos, lo que supone una dinámica que conlleva más gasto público en infraestructuras, servicios y promoción dirigida a responder a las necesidades de este consumidor exigente. Recursos públicos que podrían dedicarse a resolver otras necesidades de la mayoría de la población. Bajo la retórica de la calidad, la apuesta por la elitización del turismo es, en definitiva, un mal negocio, porque acabaremos pagándoles la fiesta y saldremos escaldados.

Mirando al futuro apostar por la desestacionalización y dar prioridad a la sostenibilidad resultan imprescindibles para lograr un modelo turístico de calidad. Estos procesos de cambio no son ni sencillos ni rápidos, es una cuestión de voluntad para liderar un proceso a medio plazo que permitirá, si todos los actores lo quieren, diversificar demanda atrayendo más turistas de mayor voluntad de gasto.