Cada año, en torno a las celebraciones navideñas, no faltan sucesos que, queriéndolo o no, nos aguan la fiesta. Este año la palma se la lleva la Comisión Europea que, a través de su comisaria de Igualdad, nos anima a que felicitemos “las Fiestas” (una moderna vaguedad como tantas otras) y no “la Navidad”. Todo ello para “ilustrar la diversidad cultural de Europa y destacar la naturaleza inclusiva de la Comisión con respecto a todos los modos de vida y creencias”. Asistimos a otra manifestación de cobardía de la corrección política: El anfitrión se tiene que esconder debajo de la mesa, disculparse por ser europeo y celebrar la Navidad en la intimidad de su hogar.
En España, un alumno aventajado de esta filosofía es el presidente del Gobierno, que del mismo modo que felicita cada año y sin ambages el Ramadán, no escatima en buscar subterfugios para no hacerlo en Navidad, a la que ha propuesto que se la denomine “fiesta del afecto”.
Todo esto es el triunfo de una visión adolescente y analfabeta, que falsamente en nombre del bien común, ataca a conciencia nuestras raíces. Sumergidos en el práctico multiculturalismo se nos pretende hacer creer que es buena idea arrugarnos para no avivar odios internacionales.
Estas modas a las que se apuntan los que desconocen y rechazan su historia son peligrosas, porque dan carta de naturaleza (y hasta justifican) el resentimiento de los que consideran a Occidente el culpable de todo lo que sucede. La reivindicación de la memoria, la cultura, el patrimonio y el pensamiento histórico y religioso es fundamental, propicia el sentimiento de pertenencia, y por extensión, el enraizamiento. Asimismo, negar que nuestra cultura está fundamentada en raíces cristianas y por tanto, defender que puede ofender a alguien, no es más que el anticlericalismo de siempre disfrazado de otra cosa. Estamos ante una ofensiva contra valores que definen una forma de vivir, un concepto de persona, una idea de libertad.
Que un país sea laico (por cierto, el término es una palabra cristiana que sólo distingue el ámbito propio de los que no son sacerdotes) no puede significar que la religión no sea algo positivo. De hecho, esta, es un fenómeno que hace mejor a la persona y a la sociedad, independientemente de que no se profese ninguna.
Lo único importante es que a pesar de los intentos por silenciarla, o por cambiar su verdadero sentido, la Navidad es la invitación a anunciar en medio del mundo que Dios ha nacido. Su presencia trae esperanza a la tierra, nos llena de ánimo y de paz. Contemplando al Niño nacido en Belén, vemos a quien se despojó de su gloria divina para hacerse pobre y amar al hombre sin protagonismo. Siguiendo a san León Magno, “alegrémonos, hoy ha nacido nuestro Salvador. No puede haber lugar para la tristeza cuando acaba de nacer la vida”. Para todos, ¡Feliz y Santa Navidad!